Chile nunca ha estado ajeno a las transformaciones culturales y sociales desarrolladas en el marco de la contingencia global. Una de ellas, y de gran relevancia en la actualidad, es la evolución de los sistemas de creencias y el acercamiento de la población a heterogéneas expresiones de religiosidad, las cuales van desde doctrinas separadas por diferentes iglesias, hasta los sistemas de credos independientes y locales.
La fe, religión y las iglesias, son actividades sociales que son posibles de analizar en comparación a sus fenómenos antagónicos, como lo son la secularización y el laicismo, ya que, en un estudio comparado se conseguiría respuestas a la pregunta del título de este trazado.
El PhD. Kenneth Shouler, en un estudio publicado en el año 2010, determinó que en el mundo existían 4200 religiones, de las cuales más del 50% están asentadas en India de forma exclusiva.
El 2010, la cantidad de habitantes en el mundo estaba cercana a 7000 millones y, el 2024, en la última medición publicada en línea por “Global Rise of Education”, los humanos superábamos 8000 millones, y con las actuales oleadas migratorias en Europa, Asia y América, la cifra subirá exponencialmente en los próximos diez años.
Apegados al consenso pedagógico de que nuestra cavilación comienza su desarrollo el 10.000 a.C., –a sabiendas del reduccionismo historiográfico instaurado para el estudio de la Historia–, cuando el humano desarrolló la conciencia de sí, del pasado y del futuro, combinándolo con la comprensión mínima del entorno y del lenguaje, fue el momento en que separa irremisiblemente su figura de la naturaleza, percibiendo así una exigua idea de lo que significa la muerte, sin aceptarla en su totalidad, pero con un grado de sumisión frente a un insalvable destino.
De hecho, podemos vislumbrar en la inauguración de la conciencia humana, y en el beneplácito de que existe una impuesta y enigmática muerte, cuando se asume esta ajustada permanencia como un precepto de la naturaleza, basado en una especie de ordenamiento, lo que el padre de la sociología, Émile Durkheim explica: “para que se pueda decir que, ciertos hechos son sobrenaturales, hay que tener ya la conciencia de que existe un orden natural de las cosas, es decir, que los fenómenos del universo están ligados entre ellos según relaciones necesarias, llamadas leyes”.
Entonces, la muerte, exactamente, se reconoció como una ley natural desde su aceptación por parte del homo sapiens, que, en concomitancia con el uso de la razón, percibiendo el tiempo y espacio, habilitó a que los humanos pusieran en práctica las inhumaciones y, más genéricamente, las propias sepulturas, como un símbolo de una indescifrable ley natural. Por ello, los sepulcros resultan de la experiencia de deberes que cumplir con un muerto, incluso tras su muerte, y sabemos que ningún otro animal experimenta semejante costumbre.
Además, y bien lo señala Mircea Eliade, la sepultura otorga la primera consagración o establecimiento de un lugar sagrado, también considerado como la toma de tierra, en una ruptura operada en el espacio, que permite la construcción de un mundo dentro del Cosmos y fuera del Caos.
En ese orden –extremadamente reduccionista– podemos entender como nacen los sistemas de creencias, los cuales se complementan con hechos sobrenaturales, o también conocidas como hierofanías –actos de manifestación de lo sagrado–, con el cual se originan las religiones y desde ahí, se establecen las doctrinas que alzan a las posteriores iglesias. Tema para otro artículo y mucho más, pero que ayuda a una aproximación a la comprensión del fenómeno religioso en la humanidad.
Para centrarnos en Chile, basados en el proceso de conquista por parte del reino de España –en rigor un conjunto de reinos– desde 1540 hasta 1598, y luego de algunos ajustes, fue establecida la denominada “Colonia”, un periodo de más de doscientos años donde se instaura la Capitanía General de Chile, eso entre 1598 (algunos señalan 1603) y 1810.
En ese ciclo histórico, se encuentran las bases antropológicas de la cultura chilena, ya que, desde la denominada Conquista, durante toda la Colonia, y en los inicios de la República, los españoles asentaron las instituciones políticas, económicas, sociales y en especial las religiosas en todo el territorio hasta el río Bio Bío y en la zona de la Isla Grande de Chiloé. La zona geográfica intermedia fue anexada posterior a 1861, donde se continuó con la obligación del catolicismo como religión oficial.
Cuando hablamos de la cultura chilena, en especial la que comenzó su auténtica emancipación luego de la Guerra de la Independencia, se hace testimonio al desarrollo de una sociedad mestiza, con el aporte cultural de los indígenas, los afroamericanos y los españoles que inicialmente fueron los conquistadores, donde la institución que se mantuvo a pesar de todos los cambios políticos y territoriales fue precisamente la Iglesia Católica.
Es tal la influencia del catolicismo, que inicialmente legitimó el orden monárquico, en seguida el social junto con la evangelización de los pueblos originarios, y luego de la inauguración de la república, su prerrogativa fue la educación en todos los segmentos etarios.
De todas maneras, y como estaba en el inicio del trazado, los movimientos culturales y su transferencia intercontinental de igual forma llegan y se instauran en Chile, como en el resto del mundo, a pesar de que algunos de ellos se puedan tardar décadas. Acá podemos referirnos a la secularización y al laicismo, como fenómenos de la sociedad que ciertamente han penetrado la idiosincrasia chilena.
Secularización, en una definición contemporánea, corresponde al rasgo de pérdida de hegemonía de lo religioso en la sociedad –incluye las expresiones como arte y literatura– con una racionalización o desencanto en las creencias y cosmovisiones, estableciéndose como la modernización y adecuación de las religiones a las nuevas condiciones sociales y ambientales.
En ese aspecto, la secularización es un proceso social, pero que abarca a los individuos, y en occidente se plantea que su masificación comenzó con la llamada modernidad.
A su vez, Laicismo es el espacio que sale del control eclesiástico y que deriva en la independencia del Estado, y, por ende, una liberación de la sociedad de toda influencia eclesiástica o religiosa. Si bien, existen muchos autores que definen laicismo como una corriente, tendencia o incluso una ideologización para la separación de las entidades religiosas, la palabra “laico”, por su parte, permite asimilarla a una estructura con la que un Estado se desvincula los sistemas de creencias estructurados en las religiones, y, a su vez, de las iglesias, permitiéndoles ser denominados Estados Laicos.
En Chile, por ejemplo, hubo señales de secularización y laicismo desde el periodo inmediatamente consecutivo a la Independencia, cuando Bernardo O´Higgins Riquelme, considerado como el “Padre de la Patria” –que asume como Director Supremo el 16 de febrero de 1817–, genera una serie de modificaciones al naciente Estado, formando y organizando nuevas instituciones, organismos y entidades.
Ahí se destaca el Cementerio General de Santiago, por ejemplo, fundado por O´Higgins el 19 de diciembre de 1821, creando de esa manera, un espacio laico para la sepultación de ciudadanos, ajeno a sus credos, lo que puede considerarse una de las primeras –sino la primera–, organización estatal laica de bien público.
Sin embargo, y habiendo un sinfín de acontecimientos entre siete décadas del siglo XIX, en el gobierno del presidente Domingo Santa María, entre 1883 y 1884, es cuando se promulgan de las tres primeras leyes laicas e Chile.
La primera, fue la Ley promulgada el 2 de agosto de 1883, y que dispuso la secularización de los cementerios. Le sigue la Ley de Matrimonio Civil, dictada el 16 de enero de 1884 y finalmente, la Ley de Registro Civil del 26 de julio de 1884, asumiendo así el Estado las tareas y responsabilidades que realizaba la Iglesia Católica, en cuanto al registro de nacimientos, contratos de matrimonios y registros de defunciones. Esto permitió al Estado tener un control más directo sobre la situación de los ciudadanos.
Estas tres leyes reflejan un proceso más amplio de secularización social en Chile, que comenzó a gestarse desde los inicios de la república a inicios de la segunda década de siglo XIX, buscando con ello la minimización de la influencia de la Iglesia Católica en la vida pública de los ciudadanos y establecer así un Estado laico definitivo.
La redacción, consulta mediante un plebiscito, y promulgación de Constitución Política de Chile de 1925, se llevó a cabo bajo la presidencia de Arturo Alessandri Palma, donde se hace la separación definitiva del Estado con la Iglesia, culminando una contienda muy extensa entre ambas instituciones, iniciada incluso antes de la república.
Un punto principal dentro de la Constitución de 1925, fue la libertad de conciencia y el ejercicio libre de todos los cultos que no se opongan a la moral, a las buenas costumbres o al orden público. Así mismo, las iglesias y confesiones religiosas tendrían los derechos que otorgan y reconocen las leyes respecto a sus bienes, pero quedarían sometidas al derecho común para el ejercicio del dominio de sus bienes futuros. También los templos y dependencias destinados al servicio de un culto estarían exentos de contribuciones, dándoles un apoyo para su sostenibilidad.
En este último punto, resalta que, a pesar de la separación del Estado de Chile con las iglesias, existía un claro conocimiento de un factor social muy presente en nuestro país y que aún se conserva, y es la religiosidad de la cultura y de su sociedad.
A pesar de que la sociedad chilena está secularizada, por circunstancias propias de la idiosincrasia, se ha exacerbado ciertas manifestaciones religiosas que van de la mano con el sostenimiento de tradiciones culturales, territoriales, e incluso identitarias locales.
Acá entran en debate una serie de aspectos psicosociológicos y antropológicos de la llamada cultura chilena, la que, a pesar de contingencias económicas, coyunturas políticas y dicotomías históricas, posee una serie de ambivalencias que motivan una cuestión de estudio mucho más profundo, en especial por sus acciones de orden conservador o de manera eufemística hoy consideradas como “acciones moderadas”, las que derivan en un modo reactivo, pero con resiliencia verificada en todos y cada uno de los desastres natural, políticos y sociales vividos en la Historia de Chile.
En Chile hoy las religiones, y por cierto las iglesias, no poseen una representación decisiva en el quehacer político nacional, preexiste un arraigo a una religiosidad que se observa en elementos propios de la cultura y que es un error desconocer o incluso minimizar.
Algunos ejemplos son las peregrinaciones que existen a lo largo de nuestro territorio, las que pasan a ser fiestas costumbristas de masiva concurrencia, pero que en sus fundamentos se encuentra la devoción y apego a imágenes o figuras sagradas.
Dentro de estas fiestas religiosas, es meritorio señalar algunas que son muy características y que reflejan una religiosidad practicante. Por nombrar algunas, y la cantidad de personas que son parte de ellas, tenemos: Fiesta de la Tirana, Región de Tarapacá (200.000. personas); Virgen de Andacollo, Región de Coquimbo (30.000. personas); Virgen de Lo Vásquez (1.000.000. de personas); Cristo de Mayo, Santiago (7.000. personas); San Sebastián de Yumbel (600.000. personas); Cristo de Caguash, Chiloé (4.000. personas), por nombrar las más significativas y que con los años aumentan el número de fieles presentes.
A estas fiestas religiosas católicas o ecuménicas, debemos añadir el exponencial aumento de las iglesias cristianas evangélicas, las que mantienen un número constante de fieles en sus diferentes ceremonias, como así mismo, otros tipos de creencias que son el resultado del sincretismo y llegada de tendencias y movimientos como son, por ejemplo, el New Age.
Así mismo, en Chile existen ciertas expresiones de la religiosidad popular como lo muestran las denominadas animitas, construcciones pequeñas instaladas en la vía pública en memoria de alguna personas que fallecen de manera trágica, transformado aquellas edificaciones como lugares sagrados y de culto, como un símbolo de conexión y de respeto hacia la muerte. De igual manera se pueden catalogar algunas tumbas, o lugares simbólicos, donde se rinde culto a personas que por diversas razones son excelsos representantes de la santidad popular.
Tal como lo hicieran los primeros homos sapiens a nivel global, en nuestro país persiste la distinción, respeto y contemplación hacia el otro ser humano muerto. No es extraño, entonces, que a los cementerios todavía se les nombre como un “campo santo”, a pesar de que son espacios laicos desde 1821, y también cuando se efectúa la substracción de alguna tumba, un delito tipificado como un robo en lugar no habitado, para el sentir popular es considerado como una profanación o el atentado a un lugar reconocido como sagrado.
Para respaldar estas consideraciones, existen sondeos que aportan datos con cifras muy claras.
En la Encuesta Bicentenario 2017 de la Universidad Católica de Chile, y realizada por la empresa GfK Adimark, se obtuvieron los siguientes resultados a la pregunta ¿Qué religión profesa usted?: un 59% son católicos; un 17% son evangélicos y el 19% de encuestados se consideran sin religión, ateos y/o agnósticos. Vale señalar que la misma encuesta señala que el 6% del total de la muestra se define como no creyente en Dios.
Estos datos permiten deducir que más de dos tercios de los percibidos como ateos, agnósticos o sin religión, sí son creyentes en una divinidad, pero no necesitan, o rechazan, la mediación de una iglesia para relacionarse con un Dios. En su mayoría, se trata de jóvenes y adultos jóvenes, pertenecientes a sectores medios y altos en términos socioeconómicos.
Al analizar dicha encuesta, el decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Católica, el sociólogo Eduardo Valenzuela, afirmó que “tanto en la fe, como en la política, como en otras actividades, lo que está pasando es una desinstitucionalización. Se pierde el soporte y anclaje sobre las instituciones, por lo que encontramos mucha religiosidad, pero afuera de las iglesias”. Más claro, imposible.
En conclusión, Chile fue y sigue siendo un país religioso, con profundos vínculos institucionales a pesar de ser una sociedad secularizada, y que en números refleja un 76% de ciudadanos apegados a un credo religioso, y que se hace visible con actividades como por ejemplo el Te Deum para conmemorar el Primera Junta Nacional de Gobierno de 1810. Hoy se hace de forma ecuménica, en otras palabras, de manera abierta a todos los credos, religiones e iglesias, pero sigue siendo más que una ceremonia, una tradición donde las máximas autoridades de la república asisten y elevan una plegaria por el devenir del país.
Las tradiciones religiosas entremezcladas con costumbres, algunas paganas u otras como expresiones de la cultura popular, se realizan de manera abierta en Chile y cada vez son más difundidas por los medios de comunicación, en especial la televisión abierta, que utiliza estas temáticas como un complemento a sus parrillas programáticas de entretención.
Ajeno a esto, es necesario hacer distinción entre las prácticas religiosas, con lo que conocemos como un sistemas de creencias religiosas, ya que la participación en actividades, incluso las que son costumbristas, no necesariamente reflejan el verdadero pensar, o incluso sentir, de los que comparten estas praxis, dado que en el caso de Chile su sociedad e idiosincrasia es muy particular.
Con todo, es factible consideran que la actual regulación, complementada por la Ley Nº19.638 de Libertad de Cultos de 1999, establece a Chile como un país razonablemente laico, pero con una sociedad que no abandona sus tradiciones religiosas, un punto muy atractivo de analizar y que requiere mayores estudios para comprender parte de nuestras ambivalencias sociales más distintivas como cultura.
Rodrigo Bravo Garrido
Investigador y escritor chileno, autor de libros de Ufología e Historia Militar Aeronáutica.